Opinión

TORRE EIFFEL

Segunda Parte

Por: Miguel Rodríguez Liñan (*)

Un domingo –todavía en Marsella– recordé tierna y admirativamente a René Char. « Pan, ostras y vino es todo lo que necesito este domingo de limón, Monsieur Char », me dije desde muy adentro. Dicho y hecho. Rumbo a la panadería, en un simpático puestito situado en la esquina del boulevard Sakakini con la rue… no me acuerdo, deglutí seis ostras normandas dializadas con un par de copetines de Sancerre blanc, en honor al gigante. Entonces recordé el verano del 87 del siglo que se fue. Recordé a un joven millonario de salud yendo en bicicleta desde Aix-en-Provence hasta l’Isle-sur-la Sorgue, en el departamento de Vaucluse, pedaleando hasta la mismísima casa del poeta, en Busclats. « Monsieur Char est un peu fatigué », me dijo una anciana muy bella –años después me enteré que, sin la menor duda, se trataba de su última esposa, Marie-Claude de Saint-Seine. No pude verlo, pues. Al año siguiente, falsamente murió. Por eso lo visito ahora otra vez en Marsella, con ostras sacras, vino sacro y sacro pan. Este tipo de acontecimientos ocurrían antes de la increíble mudanza a París, favorzote que me hicieron Augusto y Lizardo, hasta hoy les agradezco, llegaron a Lutecia como vencedores de la nieve.

Días atrás, en Aix-en-Provence, probablemente el mismo día cuando los dioses me mandaron a Jacqueline, tenía cita en el banco. Me sentí como un perseo de pacotilla mirando sin mirar la hórrida cabeza de la Gorgona –un simple motivo escultórico– incrustada en el frontis de porosa piedra provenzal. A la izquierda del monstruo, esto leí: Crédit Lyonnais. Antes de hacerle frente, cínicamente degusté una coupette de champagne en el bar de la esquina de enfrente: La Belle Époque, por entonces en garras de un tal Alfonsini, un tipo muy malo. De todas maneras, ¿qué mierda me importaba estar acogotado de deudas y deudas? Por esas épocas, sólo quería verla otra vez. Por esas épocas, sólo quería que me la chupara, sólo quería chupársela, sólo quería comérmela. Y sí. Más tarde te vería. ¡Pero nada! ¡Te vi nomás, conversamos y no pasó más nada! ¡Nada! Merde! ¡Y después me mudaría a París! ¡Para trabajar en la Unesco!

Un mes atrás –tal vez –, cuando fui a Montpellier, cuando conocí a la bella Justine, cuando entrevisté a André Coyné y quedé fascinado por la visión de unos dogos negros, también quedé fascinado por la visión de dos nínfulas de quince años vestidas de negro. Eso mismo apunté en mi libreta: « Dos nínfulas de quince años vestidas de negro cuervo entraron hoy a este bar de Montpellier donde  bebo cerveza esperando el tren para volver a Marsella. Dos nínfulas muy lindas con cabelleras color caramelo y delicados cuerpos perfectamente conformados con los atributos de la hembra, a las tres y diez. »

¡Sur espléndido! Hoy pienso en el sur de Francia. Hoy la Torre le canta óperas ferruginosas a la inmaterialidad. Por el momento, recién llegado a la capital, mis finanzas son ralas, y sólo por eso quisiera burlarme del cielo como metáfora, es decir burlarme de lo mejor de mí, de mi capacidad de lealtad, de amistad, de amor; también quisiera burlarme de mí por ser tan gastador y manirroto, pero en verdad no quiero, prefiero ser así hasta la muerte. Ando con el ánimo medio vibrátil, medio pendejo. Salgo bostezante por la boca del metro Ségur que me bota como botar humo, y de inmediato me materializo, me corporizo. ¿Ségur? ¿Quién fue Ségur? ¿O qué hizo? ¿Ségur o Montségur? ¿La condesa rusa o los cátaros? En fin. Miro a la Torre y le digo: « ¡Oye, langosta de hierro! ¿Sabes qué? ¡Trabajo en la Unesco! »

En las entrañas de cemento de la Unesco concocí a cuatro cheiks. Descendientes de omeyadas o abasidas, estos trabajadores sin par nos tenían cariño, a Pepe, a Charlie y a quien lo refiere. En otra vida, Omar había sido general de Yakub III. Logró escapar de una masacre y llegó a Córdoba la docta con las huestes de Abd-al-Rahmán. Un día, comenzó a trabajar en la impresionante Unesco de la Place de Fontenoy. Pese a ser alguien desconfiado – o prudente–, siempre me gustó su buen corazón, su solidaridad con nosotros, y su soberbia de cheik; su peor e irreparable defecto: ser abstemio; su mayor cualidad: una  vigilancia que no le permitía dar pasos en falso; su otra cualidad mayor: simplemente, su respeto como adherido en su ADN por la poesía y por los poetas de todo pelaje, nosotros por ejemplo. El segundo cheik es el gran Mohamed, Momó, igualmente made in Argelia, risueño y generoso como la sal, bella persona que a menudo recuerdo; ahora, al hacerlo, Momó, pienso muy sentidamente en dos de mis maestros beneméritos: Omar Khayyam y el hombre de los rulos al viento, Abu Nawés. El tercer cheik es Lounes o Lunes el inmortal, rey de la luna, el eterno, el sonriente, el discreto. Como el filósofo griego, Lounes dice: « ¡Dáme una palanca y moveré el mundo! » Eso pasó precisamente ayer cuando volví al trabajo después del almuerzo –un divino cuzcuz– tan achispado como Djamel, el cuarto cheik, y los imaginé moviendo la Torre, la gran langosta de hierro, arrancándola de sus cimientos.

El 29 de enero del año 2003 de la era cristiana, el cheik Djamel cayó fulminado. Lo vi caer en las vísceras de hormigón de este nuevo animal mitológico, la Unesco. El apasionado cheik vio a una empleada, secretaria, funcionaria, tesorera, traductora, presidenta o algo por el estilo, y se derrumbó tocado por el rayo del deseo. Efectivamente se trataba de una belleza hiperbólica, de esas cuya sola visión causa el dolor de no poder poseerlas ipso facto, pero ¡no era para derrumbarse, cheik Djamel! ¡Por la putamadre! ¡Tremendo susto me pegaste! « Pregúntale a qué hora sale. No le preguntes si es soltera, casada, viuda o divorciada, sino eso simplemente, a qué hora sale. Y la invitas a tomar algo en nuestro bar, el Bar de los Ministerios. Eres joven, saludable y bien parecido. Ten confianza en tí », lo animé, « eso es lo principal. Si uno tiene confianza en sí mismo todas caen, hasta la reina de Inglaterra… aunque ya está un poco viejita… » El cheik Djamel se torció de risa todavía en el suelo de modo que lo ayudé a incorporarse.

Pasé el resto del día cerca de él: tenía miedo que, sin estar ebrio, el cheik de nuevo rodara por los suelos si veíamos de nuevo al divino hembrón oloroso a Givenchy, creo. Omar no estaba y si mal no recuerdo invadimos sus aposentos. Mossa de África vino a visitarnos muy elegante, estrenando una chaqueta de cuero y un cartapacio de gerente. Vimos a Raschid, el gran especialista del teléfono, cuyo sentido del humor es excelente. Raschid es un pendejo en el buen sentido del término: está siempre dispuesto al chiste y a la jodienda, pero sin alevosía. Nos visitaron también las frases amables, los lentes de marca y los tupidos bigotes de Asmaín. Al verlo, vi a un mago de Bagdad; al mirarlo de nuevo, lo imaginé en una mezquita recitando versos del Corán. Omar no estaba –creo– porque tenía cita galante: se fue bien vestido y perfumado. Lounes, amable y risueño, también se preocupó –burlándose un poquito– por Djamel. También nos visitó Fouad; también hablamos con Sissoko de Senegal, hermoso ser humano provisto de un impresionante anillo de plata; le pregunté dónde lo había comprado porque yo quería el mismo, ¡un anillo igualito! Y mientras Djamel el arrecho seguía muriendo, hablamos de fútbol y de los signos zodiacales aquel 23 de enero del 2003, en la parte más baja de la piramidal Unesco.

(* ) Escritor y Poeta radicado en Francia.