Opinión

EL HOMBRE Y LA MÁQUINA

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

Pienso que el hombre llega a valorar a la máquina por el ruido. Hace poco, mientras subía a uno y otro avión, me di cuenta de un gusto que no había racionalizado antes: el ruido de las turbinas. Este nos embarga tan intensamente, sobre todo cuando la máquina acelera para elevarse después hasta los cielos. Pero hay otro momento, más emocionante: cuando el avión, ya aterrizado, abre sus puertas y el hombre sale del tubo. Se siente no solo el nuevo aire del nuevo lugar: se siente otra vez el ruido de los motores de los demás aviones, que están acomodándose para despegar. Esta última escena –mientras uno baja de las escaleras y aparece el bus de embarque– es abrumadora, casi vertiginosa: los hombres en las pistas parecen hormigas atareadas al servicio de esas enormes máquinas. El hombre se percibe orgullosamente pequeño.   

Hay otra manera de vincularse a la máquina, quizá más privada o íntima, ya que no muchos son pilotos o pasajeros empedernidos. Me refiero al uso de motocicletas. Estas, al igual que los aviones, aunque a un nivel menor, atraen no solo por la velocidad que alcanzan y el control que se asume tener sobre ellas, sino por el estridente sonido que producen. El hombre, antes de partir, gira el acelerador una y otra vez, sin soltar el manillar del embrague, como anunciando que la máquina cruzará la calle y todos deben contemplarla. Asimismo, una vez en el trayecto, la aceleración genera otro ronquido especial, y esa es la parte más atractiva para todo motociclista.

Obviamente, una ciudad infestada de motociclistas es un martirio para cualquiera que desee tranquilidad. Vivir cerca de un aeropuerto también es otro grave problema. Recuerdo que, por unos días, me dieron una habitación provisional donde dormir, en el último piso de un edificio mal diseñado. El aeropuerto más grande del país no estaba muy lejos. El ruido de los aviones era intolerable, como si rozara el techo de la casa.

Por eso mucha gente prefiere los objetos tradicionales. No quieren furgonetas, sino carretas; no desean tractores, sino bueyes coyundados; no optan por los ordenadores, sino por “máquinas” de escribir. Rebeldes de lo antiguo, creen que las máquinas les robarían parte de su ser o, mejor dicho, temen lo que en toda ciencia ficción se teme: que ellas terminarían dominándolos, y no al revés.

La cuestión de la máquina es la cuestión de la modernidad. Cuánto de nuestra identidad se pierde con ella y qué descubre el hombre al ver lo que se puede hacer o alcanzar. Y también lo más terrible: cuánto se puede destruir. La independización de la máquina no es más que la insensibilidad –el aislamiento– del ser humano. ¿Y frente a ella qué? Puedo recoger un mito, que ha sido mofa de algunos historiadores, pero no para mí.

Cuenta el mito que, cuando los alemanes invadieron Polonia con sus imbatibles tanques Panzer, iniciando así la Segunda Guerra Mundial, los polacos respondieron con una carga de caballería: la de los famosos ulanos. Quiero imaginar ese momento quijotesco: los ulanos sobre los caballos y al galope, con el sable en ristre, haciendo frente a las metralletas y los cañonazos de los tanques. Es el hombre batallando contra la máquina; es el aliento contra la cifra; es el alma contra el hierro. Cierto o no, ese contrataque de la caballería polaca resume la historia dualista de occidente y, sobre todo, lanza a la humanidad una metafísica maravillosa: el hombre que, a través del ideal, puede subvertir la materia.   

(*) Magíster en Filosofía por la UNMSM.