Opinión

TORRE EIFFEL

Tercera Parte

Por: Miguel Rodríguez Liñan (*)

  –Nuestra amiga la Torre como Orlando la Torre podría ser un delgado dinosaurio específico –le digo a Pepe–, su cabeza de alfiler parece santificada por la niebla.

      –Cholito, vamos a comer un riquísimo cuzcuz –dice mi compadre Pepe.

      –¡Perfecto! –apruebo muy contento, mientras en mi fuero interno pienso: « Este 30 de enero huele a prehistoria, ¡antes de la edad de hierro! »

      Salimos. Estamos en la rue Miollis, de cara al cielo. Algo asombrados, miramos o mejor dicho contemplamos la langosta de hierro, antes del éxtasis del almuerzo: un buen cuzcuz con col, calabacín, nabo, zanahoria, garbanzos, la sémola sedienta absorbiendo el caldillo rojo, inflándose, hay bolitas de carne y múltiples sabores densos de oveja, de cordero y una salchica árabe puesta en diagonal, encima el pollo de oro, y una botella de vino marroquí para matizar. Esa fue la versión del cielo del 30 de enero.

¡Djamel más furioso que el mismísimo Orlando del Ariosto! ¡Pasión y furia! ¡Orlando-Djamel innamorato mimo dragón! Te veo, cheik, lanzando llamaradas, simplemente porque la hembrita o hembrón tenía marido. ¿Y qué, Djamel? ¿Por qué no me escuchaste? ¡No lo digo yo! ¡Lo dice Ovidio! ¿Acaso no sabes de lo que es capaz una mujer, casada o no, si se le antoja? ¡Qué día tan perro este 31 de enero, cheik! Hoy trabajamos en Miollis bajo el látigo del implacable Mustafá y de otro tirano franchute. La furia de Djamel llegó a su clímax cuando una señora dizque muy importante, una doña africana o antillesa totalmente acomplejada –la negra– nos trató peor que a esclavos, peor que a perros. Tontamente reaccioné de la misma manera (« ¡negra de mierda! »), sin decírselo por supuesto, pero de inmediato me flagelé corrigiendo la cojudez del pensamiento: « Oiga señora importante, ¡tenga la bondad de comer mierda! ¡Una tarrada de mierda! ¿Qué diablos se cree para tratarnos así? Djamel es un señor moro made in Argelia; y este servidor un señor poeta sudaca. ¡Está usté p’al gato, horrible señora! ¡Cáigase de la punta de la Torre pastora de puentes! »

Esto que aquí refiero lo escribí en diciembre, poco antes de mi mudanza bajo una espectacular tormenta de nieve. Estoy en Marsella. Me veo en la cocina cuya ventana mira hacia la rue Poucel, mi penúltima morada en el puerto. Entra el sol a raudales y quedo totalmente maravillado por la visión del arroz. Miles y miles de granos de arroz tailandés. Otra visión. Realmente una visión, en el sentido fuerte, rimbaldiano del término. Cada grano es una maravilla, un fulgor, una belleza. Para rendirles homenaje les puse una corona de perejil como ponerle un collar de flores a una chica de Polinesia. Muy cerca humeaba el biftec mayestático, los hilos de humito perfumado se podían tocar. Le puse esmeralda y cinabrio a mi arroz santo: cubitos de zanahoria, alverjitas frescas. En momentos así, vuelvo a constatar que la vida es un milagro perfecto; en momentos así, la dicha que eso implica me sobrepasa. Salí al balcón que da hacia el boulevard de la Blancarde. Miré muy amorosamente al árbol mimosa, al limonero, al peral. Cuando mordí el pan, éste crujió trigalmente; cuando sorbí el vino lo sentí como la verdadera sangre del Christos, bueno, del Christos que yo imagino. Permanecí idiotizado contemplando la ropa que se oreaba en los cordeles. Sentí la luz. Sentí la vigencia del cielo. Pasó una gaviota que todavía veo. Recibí el impacto de la luz y el impacto del cielo. Por unos segundos, desaparecí. Al volver a la cocina, cada detalle acaparó mi atención: el cuchillo, los platos, el perejil, el aceite, los tomates, los cubiertos, el atún, la sartén. Al moverme, cada movimiento me pareció un prodigio. Le hablé al atún. Le pregunté de qué mar u océano venía. Lo insulté por haberse dejado poner un traje de hojalata, pero luego me arrepentí y lo felicité porque tanto el limón como el aceite de oliva lo hicieron vibrar, revivir, brillar. Poco a poco, la sensación de prodigio desapareció después del amuerzo.

      Casi al final de la tarde y luego de una santísima siesta, fui por el lado de la Joliette y el Quai d’Arenc. Ignoro por qué fui, pues dicho paseo salía totalmente de mi circuito habitual. De pronto, vi las grúas azules y anaranjadas del atardecer; vi los docks como desfallecientes. Volví a mirar las grúas –pequeñas langostas de hierro– como prefigurando la silueta de la Torre pastora de puentes. « ¡Adiós grúas! ¡Adiós Marsella! », pensé algo acojudado, en las antípodas de mi ánimo maravilloso de horas atrás. Me dirigí hacia el Vieux Port, al bar del Olímpico de Marsella, en pos de una Leffe, néctar creado por unos monjes en una abadía de Bélgica, allá por el año de gracia de 1240 después del viejo Chucho, del viejo Jechu.

No me gusta mucho la palabra enero, de modo que podría ser sacada, y de taquito, de mi expresión escrita u oral. Podría empujarla por los despeñaderos del habla para que se rompa la crisma, o sea, para que se saque la mierda.

      –¿Cómo se llama usted, señor mes?

      –Enero…

      –¿El dios de las puertas? De ser así, usted se llama Jano, perdón, Yano. ¿Jenuarius o Jenaro? ¿Yenaro? ¿Genaro, de pronto? ¿Como el poeta Genaro Ledesma?

      –Enero…

      –Señor mes, queda usted sacado de mi habla.

      En cambio, si uno dice « yaneiro », cambia la música del mundo. ¡Yaneiro! ¿Río de Enero? ¡Jamás! ¡Rio de Yaneiro! Precisamente, ayer  o anteayer, o antes de cualquier ayer, 27 o 28 de yaneiro, de manera excepcional a mediodía sólo tomé agua mineral. Al caer la tardecita fui a dar vueltas por Châtelet, por Beaubourg, y a las siete y media me encontré con Charlie en el hermoso bar llamado Le Cavalier Bleu. Al cabo de ciertas chelas Leffe decidimos ir a comer en el restaurante perucho Pachamanca, no lejos de allí. Modestamente, nos despachamos dos suculentísimos lomitos saltados con una modesta jarrita de tinto, luego volvimos al Cavalier Bleu. Nos reimos mucho y maleteamos –sin alevosía, sólo para seguir riendo– a los poetas ausentes; entonces le hablé de un cuadro que había visto esa misma tarde en uno de esos librazos bellamente ilustrados, cuando daba vueltas por Châtelet, por la rue Saint Denis, en la Place Joachim du Bellay, cerca de nuestro bar Le Cœur Couronné, más conocido como La Leffe. Ese cuadro. Esa pintura. Ese óleo inmortal. Esa obra de arte que, como toda obra de arte, lo es para siempre, bueno hasta la mancación de nuestra dichosa raza, que algún día mancará –como los dinosaurios. Eso mismo. Si mancaron los magníficos dinos luego de reinar sobre este infinitesimal punto azul durante la cojudez de 175 o 180 millones de añitos, igual nos extinguiremos, o sea, mancaremos. Pero bueno. Ese cuadro que me llevó hasta los dinosaurios fue pintado por Jan Brueghel el Joven, el hijo de Jan Brueghel el Viejo, mi querido Charlie. El Joven, también conocido como el Infernal (¿Breughel?). Del infiernito. O del infierno simplemente. D’enfer. Denfert. Denfert Rochereau. Pierre Marie Denfert-Rochereau, un prestigioso militar, actual estación del metropolitano de París, magistral sistema de transporte incrementado con suicidas de todo tipo: burgueses y clochards.

(*) Escritor y Poeta radicado en Francia.