Opinión

ANA, PALABRA Y CUERPO

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

El caso de Ana Estrada –el pedido de que se le aplique la eutanasia por primera vez en el país– ha remecido, ciertamente, a nuestros tribunales, ya que los enfrentó a una conocida y antiquísima disputa: ¿puede haber una justicia más allá de las leyes? El caso de Ana, por eso, resume volúmenes de derecho y de jurisprudencia, y apunta a que, en los asuntos difíciles que se presentan a una sociedad, la solución no es la ley, sino el argumento. Por lo tanto, de aquí en adelante dicho caso se convertirá en el más motivador curso de entrenamiento de las facultades de derecho.

Pero ahora no voy a hablar del caso judicial, porque a estas alturas incluso los magistrados no son más que bolos frente a la arremetida de Ana. Ella había vencido desde el principio. Nadie le opuso un concepto que hiciera frente a su atrevida idea de la libertad, y en las audiencias orales vimos mayormente pantomimas. La figura de Ana va, pues, más allá que un proceso judicial. Y esa figura se concentra en dos aspectos: su palabra y su cuerpo. Queremos discutir por qué.

Decía el escritor Chesterton que, a la postre, no tenemos más que nuestras palabras para defendernos. Mejor: para justificarnos. Ana lo hizo excelentemente: cabalgó sobre la palabra y avanzó sobre sus detractores. No vengo a afirmar la muerte, señalaba, sino la vida. En efecto, ella, con la eutanasia, no deseaba –ni desea– morir, sino realizar plenamente su vida, es decir, mantener un poder de decisión, de autodeterminación, que es consustancial a la existencia. Aquellos, pues, que vincularon a Ana con un anhelo de morir estuvieron equivocados palmariamente.

Pero hay otro mensaje, quizá más atractivo, que se puede desprender de sus palabras. A pesar de que no quería la muerte, Ana reveló algo muy singular de esta y que yo he notado solo en algunos filósofos, como Sócrates. La muerte, para ella como para este último, no debía ser vista como un asunto de culminación, de extinción definitiva. La muerte se comprende más bien como un soporte vital de la biografía misma, como un rasgo con el que la vida tendría mayor valor. Me explico en otros términos: morirse no significa meramente extinguirse (como comúnmente se cree), sino más bien es un añadido esencial a la vida que se ha realizado. Sócrates supo que la muerte le brindaría mayor coherencia a su vida de cara a la posteridad, y por ello, la aceptó serenamente. Ana entiende que la muerte le puede otorgar la oportunidad de fortalecer su idea de libertad que tiene, y por eso, la asume con absoluta naturalidad.

El cuerpo de Ana es otro tema que quiero considerar. Ana tiene una firme decisión de expresarse mediante aquel. Lo tatúa, lo retoca de hojas y de flores, lo invita a manifestarse por sí solo. Si pueden ver sus mejores fotografías, comprenderán que hay un sutil señuelo que se desprende de sus partes, y, sobre todo, aceptarán una secreta admiración hacia su marmórea piel y portentosa figura. El cuerpo de Ana rezuma un espíritu bravío. En el paupérrimo sentido común, ella debería merecer consuelo y pena: una inválida. En el correcto sentido, y que ella misma nos enseñó a punta de los fogonazos de sus opiniones, Ana es una escultura que late.

En síntesis, gracias a Ana no hemos hablado de su dignidad, sino de nuestra dignidad de cómo vivir; gracias a ella, la muerte no se presenta como el último acto angustiante, sino como una oportunidad de enriquecer la propia vida; gracias a ella, entendimos que las acciones de una persona no están determinadas por el medio, sino por la ejecución de una fe. Y la fe de Ana es como la fe de Emerson, una que rompe el azar o la fortuna mediante la férrea voluntad de los principios.

(*) Magister en Filosofía por la UNMSM