Por: CPC SERGIO AGURTO FERNANDEZ
Como un preámbulo del tema a tratar y como haciendo una pincelada de nuestro querido Chimbote de los años 30s para adelante, diremos que, por su estratégica ubicación geográfica y la potencialidad de sus recursos naturales, tuvo el privilegio de iniciar su despegue económico sobre la base de la pesquería, la siderurgia y el terminal portuario. Pero por este auge que empezaba a cobrar arraigo, dejó de ser una caleta de pescadores para convertirse en una ciudad cosmopolita, que atraía la atención de ciudadanos de todas las regiones del país y también del extranjero.
En el Chimbote que yo nací (1947), su economía se sustentaba básicamente en la agricultura, que explotaba un feraz valle, regado por el entonces caudaloso Rio Santa, cuyos linderos de la ciudad, abarcaba desde la Urb. El Carmen, el Jr. José Balta, Prolongación Espinar, el Jr. Unión en Miramar Bajo, llegando hasta la Av. Meiggs; lo demás eran campos agrícolas. La Av. Pardo terminaba en el Jr. Unión, ahí donde se ubica el Mercado Miramar. Mi domicilio colindaba con el Cementerio El Progreso, desde donde caminaba hasta el Colegio San Pedro, en el que estudiaba; entraba a los campos de cultivo por la esquina de los jirones Balta y Olaya y salía frente al Politécnico, todo en línea recta. Este mapa nos indica lo pequeño que era Chimbote de aquella época, cobrando auge, más adelante, por la expansión urbana que se proyectó al sur. En lo que ahora es la Urb. 21 de Abril, por entonces sólo quedaban los vestigios de lo que fue un aeropuerto, que luego fue ocupado por los pobladores de la Urb. El Acero, tras el pavoroso incendio que lo destruyó el 05-09-1957.
La Av. José Pardo, tal como ahora lo conocemos, su construcción la inició el Ing. Guillermo Balcázar en el año 1964, siendo Alcalde Provincial, empezando por la Av. José Gálvez y se proyectaba hacia el sur, eliminando los tugurios, pasajes y callejones, todas ellas “sembradas” de bares, cantinas, discotecas y night club, éstas últimas exhibiendo llamativas carteleras, que eran la envidia de limeños y chalacos, porque las vedettes venían directamente a Chimbote, desde Cuba, Chile, Argentina, etc. Todo este esplendor era del beneplácito de la gente vinculada con la pesca, cuyos soles los convertían a dólares, para que, en una irracional competencia, cubrir de billetes el desnudo cuerpo de aquellas damas de la noche. En paralelo, este libertinaje trajo como consecuencia la llegada de gente marginal, adictas al dinero fácil, que por aquellos años era lo que más abundaba en Chimbote; siendo los barrios más temidos: La Balanza, El Zanjón, el de Abril, Puente Gálvez. De ahí salían esas hordas, todo orondos a “patrullar” la ciudad, cuyo accionar no tenían la crueldad ni el salvajismo de los delincuentes de ahora, pero eran para temer.
Viene a mi memoria mi relación circunstancial con dos alumnos, ahora ranqueados delincuentes, que provenían del Barrio La Balanza; éramos compañeros de colegio cuando ya estudiaba en el centro de la ciudad. Mi colegio carecía de espacio para la práctica del deporte, por lo que los días viernes las clases de Educación Física nos impartían en un canchón salitroso llamado “Maracaná”, que era de propiedad del Colegio La Inmaculada; colindaba con “La Baldosa”, que era un extenso terreno con cequiones de aguas cristalinas, que serpenteaban colmatado de totorales. Era el lugar obligado para el lavado de ropa y el aseo personal, de los chimbotanos de antaño, porque pocas eran las familias afortunadas de tener agua domiciliaria. La madre de uno de ellos nos hacía llegar medio balde de refresco con algo de fruta para unos dieciocho alumnos.
Terminada la secundaria, como era lógico, cada quien tomó rumbos diferentes. Años después (2010), en un paseo nocturno por la ciudad, alguien se interpuso en mi camino, exhibiendo un rostro aterrador, surcado de cicatrices que delataban su condición delictiva, y como era de suponer, un escalofrío desestabilizó mi estado emocional. Luego de identificarse, sostuvimos una plática, interesante para mí, en la que pasamos revista de los años vividos. Sucede que tal ciudadano era miembro de una familia que convivía con el delito, desde tiempos ancestrales, se dedicaban el robo y a la extorsión, conducta inmoral que se transmitía de padres a hijos. De tal inusitado encuentro, pude recopilar algunos datos vivenciales, poco conocidos de este tipo de extrañas familias, como, por ejemplo, 1) Costumbres que son parecidas a la de los gitanos, es decir de círculo cerrado, impenetrable, que conviven en franca rebeldía a toda lógica y razón, cuyos miembros juveniles son tal para cual, o sea el uno para el otro, no admitiéndose a gente extraña; 2) Las mafias tienen mapeadas a la ciudad, para no interferirse y así evitar fricciones entre ellas, que siempre terminan en fatales desenlaces; 3) La policía les cobra cupos semanales para brindarles protección y no admitir las denuncias de las víctimas, cuando ellas son presentadas; 4) En cada denuncia por robo de vehículos, los números telefónicos de los agraviados, son filtrados a las bandas, a cambio de la mitad de la extorsión; 5) De los robos tienen que repartir, una parte para el abogado, otra para el fiscal, a fin de que los expedientes con las denuncias, sean archivadas y ya no lleguen al juez; 6) Los delincuentes ancianos son los encargados de adiestrar a los niños y jóvenes en el campo del delito, con prácticas en la calle, sin temor de nada, porque todo está arreglado. Estos datos son testimonios creíbles narrados por un personaje, convertido en instructor de nuevas promociones de delincuentes.
La delincuencia en el país, ha sobrepasado los límites de la tolerancia, acentuándose desde hace cinco años atrás, cuando se produjo un oleaje de gente indeseable que vieron al Perú en el país de las oportunidades, difícil de encontrar en tierras llaneras, por lo devastado de su sociedad y de su economía.
Esta lacra que corroe las bases de la sociedad peruana, se manifiesta agresivamente, desgraciando la vida de familias, cuyo único delito es alcanzar mejores niveles de vida, propia de gente emprendedora, que con su trabajo apuesta por el desarrollo del país.
Como queriendo explicar las ocurrencias delictivas, se dice que: “el hombre nace sano y la sociedad lo corrompe”, quizás buscando trasladar las responsabilidades al entorno social y familiar. En estos momentos críticos que nos toca vivir, todos, según nuestro punto de vista, tratamos de encontrar una respuesta, para contrarrestar a este flagelo delincuencial, que compite en letalidad con el Covid-19. Con la excusa de la “hermandad latinoamericana”, el gobierno de PPK dejó abierta la frontera, por la que ingresaron más de un millón y medio de venezolanos, entre ellos los más ranqueados delincuentes que abundan por allá, caracterizados por ser mucho más agresivos y refinados en el arte del delito, que los delincuentes de nuestro medio, que actúan con despiadada ferocidad y crueldad, desafiando al orden establecido.
En atención a lo expresado en líneas precedentes, mi apreciación personal al respecto, es que la delincuencia tiene origen estructural y social, porque es: 1) Un defecto genético que viene inoculado en la mente del individuo, degradándolo a un nivel de salvajismo, propia de fieras indomables, y 2) Convivir en un entorno social perverso, carentes de valores éticos y morales. Con una carga emotiva de odio y de maldad, un elemento marginal será imposible de resocializarse, porque no existe una vacuna como para aplacar su instinto agresivo; si alguien duda y quiere comprobarlo, entonces que invite a convivir a un ex reo, si es extranjero mejor, y verá cómo desvalija su vivienda, y quien sabe, sin remordimiento alguno, hasta le mande a tocar la puerta del cielo.
Quienes superamos en edad la barrera de los 70 años, sabemos que nuestro querido Chimbote de antaño, cobijó a delincuentes que se ufanaban de “codearse” con la gente de mal vivir de los más temibles barrios chalacos, cuya accionar desbordaba la ciudad, expandiéndose fuera del lindero provincial. En la universidad estatal donde cursaba estudios, en los años 70, veía con vergüenza cómo las paredes de los servicios higiénicos, cuál si fuera una pintura rupestre, se exhibía pintas de grueso calibre, enorgulleciéndose de ser chimbotano. Aquellos “estudiantes” de conducta reprochable y seguramente ya profesionales, es de suponer que habrán sido un descalabro para las instituciones que tuvieron la equivocación de brindarles una oportunidad de trabajo.
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