Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
El mundo gusta de dividirse en dos. Materialistas frente a idealistas; sentimentalistas contra objetivistas; izquierdistas versus derechistas; creyentes ante ateos; y: taurinos y antitaurinos. Hoy por hoy, pues, el toro divide a muchos. Y el punto álgido de esa discusión es, como ya se sabe, la corrida de toros.
Los taurinos alegan que esas corridas son legítimas, pues forman parte del patrimonio cultural de un pueblo; es un espectáculo que genera ingresos económicos; o es, en todo caso, una oportunidad para estrechar lazos sociales. Los antitaurinos, por el contrario, mencionan que son actos de crueldad; fomentan una cultura de violencia; y que, por qué no, los animales tienen derechos.
Siempre es bueno, ante una disputa, tratar de aclarar los conceptos que están en juego, a fin de poder arribar a alguna salida razonable. Y podemos empezar así: si en el centro del debate está el toro, debemos reconocer en primer lugar su posición en el mundo de las especies, así como la nuestra en este. En efecto, tanto toros como humanos son animales y por ello pertenecen al mismo reino. Esto es una primera aseveración, sencilla y evidente, que debería, al menos en este sentido, equipararlos. Y la consecuencia relevante es la siguiente: como animales, el hombre y el toro sufren dolor físico.
El toro es fuerte, digamos, en virtud a sus músculos, pero el hombre es más fuerte debido a su capacidad racional que desarrolló evolutivamente. El ejemplo es que el hombre puede disparar a un toro y así vencerlo. Sin embargo, hay algo más por lo que el hombre se ha manifestado distinto –y superior– frente al otro animal: y eso es la ética. El hombre fundó la ética como norma de convivencia, como pauta de conducta o como regla para reconocer lo que está bien de lo que está mal. La fundó Sócrates para Occidente, pero la fundó, precisamente, para los hombres, no para los animales. Entonces la ética es una creación humana y gira entorno a lo que el individuo hace. Si los animalistas o los antitaurinos quieren hablar de una “ética para los animales”, deben quebrantar primero este origen antropocéntrico. En todo caso, el pecado fundamental de Occidente ha sido considerar al hombre como superior, de por sí, frente al resto de especies. El sol no gira entorno de la tierra, pero sí del hombre. De ahí que el otro animal fuese siempre un instrumento o un espectáculo.
Tanto el toro como el hombre sienten placeres. Pero es el hombre el que hace una edificación imaginativa, fantasiosa, deleitable, de los mismos y termina por llamarla cultura. Bailar es un placer; hacer de eso una danza de tijeras es un placer edificado culturalmente. Además, solo el hombre es el que dirige o cuida meticulosa, sistemática y puntillosamente sus placeres. El toro no construye un coliseo para darse el gusto –suponiendo, extraordinariamente, que tiene ese placer– de arremeter contra el torero. Al contrario, es el hombre quien lo hace.
Es difícil pedirle a un hombre que corte, de la noche a la mañana, la afición a sus placeres más profundos. Sin embargo, al taurino le podemos exigir lo siguiente: debe argumentar, sólidamente, por qué considera las corridas como cultura. Eso sería materia de otra discusión, pero podemos adelantarle que tendría que considerar por lo menos: a) que la cultura no se define por el mero paso de los años; b) que la cultura no puede ser endogámica; c) que las pasiones populares son indescifrables en el fondo; y d) que la cultura no necesariamente está supeditada a un interés económico (en caso se crea que las corridas generan más ingresos). En suma, el defensor de las corridas tiene mucho por rebanar.
(*) Magister en Filosofía por la UNMSM