Opinión

TORRE EIFFEL

Parte siete

Por: Miguel Rodriguez Liñán (*)

El Fogón. Un soir, l’âme du vin chantait dans les bouteilles : / « Homme, vers toi je pousse, ô cher deshérité, / Sous ma prison de verre et mes cires vermeilles, / Un chant plein de lumière et de fraternité! Así pasó. Hago una variante mínima de lo anteriormente escrito, es que me quiero vacilar solito y solo, antes de compartir con los lectores, contigo hipócrita, maletero, perucho lector. Antes de convertirme en Superman. Antes de llegar bailando guagancó. La verdad, ya me había olvidado de la distribución de premios RFI. Resulta  que con la angustia de ganar plata, había participado en dos concursos –que obviamente ganaría–, el de redacción en francés y el de gastronomía, convocado por el restaurante español El Fogón, porque yo no sé escribir cuentos.A En cuanto a la poesía, participé una vez, y como no lo gané, decidí no enviar nunca más nada, nada de nada, que se jodan. Inspirándome en un poema de Baudelaire titulado L’âme du vin, escribí algo que me salió muy bien, requetebién, de la putamadre, titulado Alma del cebiche, con ese pretexto. Para el concurso de redacción en francés mandé una especie de pequeño diario de viaje, de un inolvidable viaje al paraíso de Córcega, que inexplicablemente no gané, hasta hoy no entiendo el porqué. Cuando recibí esa llamada del concurso de gastronomía mientras soplaban los vientos australes de La Guillotina, por fin, pensé, putamadre, ya era hora, me lo gané, son mil euros, más mil quinientos del otro, dos mil quinientos, algo es algo. Pero no. Pero bueno. En fin, no estaba seguro porque la periodista-heraldo colgó. Simplemente, mi relato había sido seleccionado con otros diescinueve o veinte trabajos provenientes de España y de América Latina. La periodista-bella voz se rió felicitándome pero no respondió directamente, sólo reiteró la invitación, había sido seleccionado, decía, para que mi susodicho relato apareciera en una bonita edición titulada Cuadernos del Fogón / Relatos culinarios, a cargo de la editorial Zendrera Zariquiey de Barcelona, y el salsero que vive en mis adentros de inmediato pensó, en tono de jodienda, rompe saragüey, Ismael Rivera Maelo que estás en los cielos de mi mente, saragüey rompe… un segundito, ¿es Maelo o Hétor? ¿El sonero mayor o el cantante de los cantantes? ¿Ecuajey o rompe saragüey ? Creo que es el viejo Hétor. Con los santos no se juega / tienes que hacerte una limpieza / con rompe saragüey / y si juegas ten cuidado / te castigan bacalao / rompe saragüey… ¡Ecuajey! En fin, estaba total y completamente convencido de que me había ganado el puto premio y que la hispánica voz ronquita y sensual no había querido decírmelo, que era como una « sorpresa ». Guardé la noticia para mí, como si fuera mía de mí, y no se la comuniqué a nadie, volví a entrar en los aposentos sombrío-aceitosos de La Guillotina riendo interiormente, estaba emocionado por mi primer triunfo literario, carajo, ya era hora, la justicia tarda pero llega, ¿será que llegó? Seguí tomando notas para escribir algo sobre esta irrepetible reunión en La Guillo, cualquier cantidad de notas, también unos apuntes para un retrato de César Escalante Conguita, notas de todo tipo y tomando vino también.

      –Un verre de vin s’il vous plaît.

      –¿Rosé o tinto, paisano?

      Al oirlo, pensé que el barman era sudamericano o sudaca.

      –Rosé –dije–, un Coteaux d’Aix o un Bandol si hay.

      Durante un buen rato, mientras se solucionaban los percances técnicos, me puse a observar unas como esculturas de alambre –formas de vestidos de novia medio chorreados–y la entrada del museo. Era una especie de museo muy original, así que me voy p’adentro, vaso de rosé en mano, con mi canto lleno de luz y fraternidad, pensando en los mil euros del premio, de mi premio. Se abren como oscurísimos y gigantes labios mayores de una hermosa vulva negra unas cortinas negras de terciopelo. Hay un diseño tipo Matisse que muestra, sobre un tapiz claro, una mujer roja de anchas caderas, sin rostro. Más allá, veo un libro de Blaise Cendrars, uno de mis preferidos –Au cœur du monde– en una especie de casco transparente, de plástico o de vidrio, sobre una mesita redonda. Luego me interno en un pasadizo-tripa rosa; torciendo a mano derecha, exhíbese, maletero lector, sobre un simple cubo de madera una gran botella, un botellón, de esos que llaman Mágnum –como el mítico pistolón de Harry el Sucio–, con hermosas rosas rojas adentro, no se sabe si verdaderas o falsas, pero da igual, son rosas; detrás veo rollos de algo, embudos como sombreros de loco, pantallas de lámparas, cachivaches diversos, viejos fusiles y un arcabuz. En eso me doy vuelta y veo cuatro mujeres hiper apetecibles, qué tales tetas, que hablan en inglés. Pero lo que acapara mi atención es esa peluca postiza color amarillo paja suspendida en otros cortinones negros que son la entrada de… ¡el cuarto de Barbazul! Y siguen colgados por ahí esos obsesivos vestidos para novias metálicas; veo otro pegado a la cortina, medio derrumbándose; y allá, arriba, otra indumentaria de novia de alambre plateado que cuelga del techo, suspendido por hilos de nylon. Veo en el cuarto otras pelucas postizas colgadas aquí, allá y acullá, vestidos de mujer ensangrentados, cristos musculosos con cadenas, ropa interior femenina, pollos de utilería colgados de ganchos. Un corazón grandote, que parece de corcho, gotea sangre en un balde. Encima se lee un cartelito que contiene la palabra, la palabra que contiene toda la jodienda de Occidente: Amour. Algunos de los enseres tan raros y originales de La Guillotina –salvavidas, latas de aceite, un viejo caballo de madera– son utilizados para ornamentar lo que parece ser un cuarto de tesoros; o de pronto el recinto sacrificial del loco, del asesino, Barbazul el carne y hueso, desnudo e itifálico, riendo. En todo caso, esta como representación o de pronto apología del sexo, la locura, la sangre y de la muerte, del museo, me hace pensar en el mismísimo Gilles de Rais, y también en otro genio del mal: Henri Désiré Landru. De pronto me doy cuenta que he atravesado las misteriosas puertas del misterioso castillo de Barbe-Bleue, que convergen sucesivamente hacia la cámara de torturas, hacia la sala de armas, hacia el cuarto del tesoro, hacia el jardín secreto, hacia el lecho magnífico del ogro matamujer… Al salir del museo de la sangre barbazulesco, en pos de otro rosé, vuelvo a pensar en los premios de la RFI y hago cuentas. Acabo de ganarme un premio de mil euros y pronto me anunciarán que me gané el otro, el de redacción, de mil quinientas euros, de modo que tengo plata para gastar, ya para qué preocuparse.

      En realidad, el que creía sudaca, argentino o uruguayo, es el dueño de La Guillotina, Philippe Burin des Roziers en chair et en os.

      –¿De quién fue la idea? –pregunto señalando con el dedo y el mentón los vestidos de alambre del museo.

      –Si te interesa, ya llegaron las empanadas –dice.

      –¿No hay un poquito de ají?

(*) Escritor y Poeta radicado en Francia.