Opinión

HETERODOXIA

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

La heterodoxia es la oposición a una doctrina oficial. En el Perú, ciertamente, no tenemos una doctrina oficial, porque aquí —y quizá solo aquí— se cumple la metáfora de la torre de Babel: estamos condenados a la desunión, jamás podríamos edificar un ideal común. Pero sí es posible ser heterodoxos respecto a todo lo que representa eso que podríamos llamar “valores criollos”.

Ser heterodoxo en nuestro tiempo implica atacar aquella vieja creencia colonial de que el Perú se divide en dos: Lima y provincias. Las principales universidades, las instituciones públicas, los mayores centros culturales, etcétera, están en la capital bajo la excusa de que con un centro definido se administra mejor un país. O, según una opinión vulgar: están en la capital porque así se agiliza la comunicación entre ellas. Pues falso. Esas entidades están en Lima, porque simplemente todo debe estar en Lima. Yo no veo ninguna objeción en que nuestro Tribunal Constitucional se asiente en Junín o en Tacna. Por lo demás, ya sabemos que el centralismo en el Perú ha sido causa de todas sus derrotas y fracasos.

Ser heterodoxo es disentir de la peruanidad cuya bandera es la moralina. Sí: ahora se busca la educación cívica en la televisión; ahora el mejor religioso es el que acusa más los actos ajenos; ahora se denuncia de plagiario a otro, sin importar siquiera preguntarse si el texto plagiado contiene algo interesante que nos invite a aprender; ahora se es ecologista o luchador social, en tanto haya cámaras que le estén enfocando a uno; ahora tener una profesión liberal significa valer más como persona.

Con increíble desatino las generaciones mayores creen que los jóvenes no están preparados para las grandes preguntas o las grandes acciones. Basándose en el argumento erróneo de que la edad avanzada, por sí sola, otorga sabiduría, piensan que los jóvenes tienen que concentrarse en los pasatiempos primaverales, la aprobación de los cursos de universidad o los voluntariados. Entonces ser heterodoxo es afirmar lo contrario: los jóvenes deben ser los primeros convocados a la acción; a defender opiniones de cambio en el espacio público; a no esperar a ser ñoños como esos viejos de espíritu que precisan de una acomodada cuenta bancaria para recién pensar en un ideal.

Ser heterodoxo es también —como muy perspicazmente lo escribió José Carlos Mariátegui hace casi un siglo— aceptar nuestra tradición; aceptarla no como lo hace un conservador, que ve el pasado como un objeto inamovible y sacrosanto, sino como lo haría un revolucionario que cree que el pasado es un ente fluctuante y un motor del cambio. En tal sentido, por ejemplo, nuestro pasado indígena no debe estar anclado en museos y libros: debe fluir a través de nuestras ideas, debe despertar nuestras consciencias contra el cambio climático o la engañosa tesis del progreso.

Ser heterodoxo en nuestra época, por último, es mantenerse fiel a unos principios, a pesar del embate de la realidad. En el Perú, cualquier mínimo ético es aplastado por las circunstancias y las necesidades. Además, nuestro sistema es atroz: o compites o te hundes. Dijo Kipling que el triunfo y la derrota, al final, son impostores. No hagamos caso, pues, del sistema; hagamos caso del hecho de que una sola acción justa o solidaria o desprendida puede pesar más en la balanza de la historia que todos los monumentos erigidos por burócratas serviles.

(*) Magister en Filosofía por la UNMSM