Opinión

Napoleón

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

Algunos historiadores descalifican la película Napoleón debido a sus inexactitudes con la vida real de Napoleón. Otros no la recomiendan, porque, al parecer, el actor principal no representa adecuadamente al personaje. En esto último estoy de acuerdo. El actor (Joaquin Phoenix) no está a la medida de Napoleón: mejor dicho, la tremenda potencialidad actoral de Phoenix está para otros personajes, no para el emperador francés, ya que en la película este pierde brillo, inclusive durante las escenas de sus batallas principales.

Sin embargo, es obvio que todo el mundo irá a ver Napoleón, digan lo que digan los historiadores y otros críticos. La humanidad entera adora a Bonaparte por una sencilla razón: en su biografía encuentran un trozo de sus propias vidas. Esto lo explicó, de manera eficaz, Ralph Waldo Emerson en el siglo XIX con una célebre frase: «Si Napoleón es Francia, si Napoleón es Europa, ello es porque las gentes a quienes domina son pequeños Napoleones».

La historia del anónimo oficial que se convierte en general y luego en emperador, es la historia que conquistará a cualquiera. Napoleón lo ha vivido todo, pero su atractivo es que se ha expuesto con sinceridad al mundo: conocemos su ambición, sus amoríos, sus decepciones, sus temores, su encumbramiento, su caída… Alejandro Magno y Julio César son muy admirados por los cultos o los románticos, pero, por eso mismo, se hacen sentir lejanos. Napoleón, en cambio, resurge en la cultura popular, de tal modo que puede aparecer hasta en los labios de un ascensorista, según lo cuenta el escritor Emil Ludwig. Este se encontraba en Estados Unidos y un día en su hotel vio al chico del ascensor leyendo una biografía de Napoleón. Entonces le preguntó: «¿Te interesa ese libro?»; a lo que el joven respondió: «Sí, señor, porque en la vida de este gran hombre encuentro cosas que yo he sentido y pensado».

De mi parte, si hay algo que me encanta del gigante francés es esto: su voracidad de lectura. Napoleón leía sin fatigar y obligaba a sus oficiales a que leyeran o los castigaba. En su biblioteca en la isla de Santa Helena (donde moriría) tenía libros de Gibbon, Byron, Chateaubriand y más. Pero hay algo más admirable. Muchos leemos por un prurito de información; Napoleón leía de verdad, es decir, con el fin de transformarse o transformar su alrededor. Observaba en los libros a los héroes antiguos y anhelaba ser como ellos en la realidad. Les hablaba a sus soldados de las hazañas de romanos y griegos, y les tentaba a conseguir lo mismo. Napoleón era lectura viva.

(*) Mag. En filosofía en UNMSM